Ocho semanas y media. Sesenta días confinados, encerrados en nuestras casas. Salidas limitadas para ir a trabajar, a realizar algunas compras o acudir a los servicios médicos. En los últimos días las autoridades aumentaron las concesiones y permitieron volver a la calle. Primero salidas con los más pequeños de la casa, nuestros hijos. Después, llegó el turno de los adultos. Horarios restringidos para pasear, e incluso hacer algún deporte individual, correr, montar en bicicleta o en una tabla de surf.
Al leer artículos o escuchar la radio vemos u oímos términos como Síndrome de la cabaña. No se asusten, no es una nueva patología recién descubierta, sino que se refiere «al miedo a perder tu seguridad» como escuché a la psicóloga María Jesús Álava y con la que coincido plenamente.
Tantos días enclaustrados nos han creado otras rutinas y hábitos. Hemos cumplido las órdenes impuestas. Y nos hemos adaptado. No nos ha quedado más remedio que acostumbrarnos a realizar tareas laborales y de ocio dentro de nuestros hogares.
Comienza la desescalada. Se va aproximando la vuelta a la vida que conocíamos. Podemos retomar nuestras vidas, volver al trabajo, quedar con amigos o familia, ir a una tienda, a un bar, a dar un paseo o hacer ejercicio. Algo que antes no nos planteábamos, ahora nos los cuestionamos. Nos hemos acomodado. Salir de casa es más inseguro y hostil que hace unos meses. El virus está ahí y carecemos de la vacuna que le haga frente.
El COVID-19 es un virus peligroso, nocivo y cruel. En casa estamos a salvo, seguros. El exceso de información, datos escasos de fiabilidad o de coherencia nos perjudican. Al bajar a la calle, al relacionarnos con los demás tenemos riesgos. Queremos seguridad, garantías de vida, de que no vamos a enfermar ni a morir. Sabemos que llevar mascarillas, mantener la distancia social, lavarnos frecuentemente las manos, nos protege, pero no las tenemos todas con nosotros.
Detrás del miedo subyacen pensamientos anticipatorios del tipo: ¿Y si me contagio? Puede que me contagie yo o que se contagien mis hijos… etc. Por ello, es recomendable que cada persona identifique sus pensamientos atemorizantes para poder controlarlos. Ante el miedo, en ocasiones evitamos. Esa evitación, es un alivio temporal que no permite superar el miedo, sino que lo perpetua.
Al miedo hay que hacerle frente, hay que intentar manejarlo y no permitir que lleve las riendas. Conviene tener un objetivo y exponerse gradualmente, solos o acompañados, según la ocasión. Ser prudentes, cautos y seguir todas las recomendaciones sanitarias. Habrá momentos, donde podemos sentirnos inquietos, y notar sensaciones fisiológicas incómodas. Nuestro cuerpo, que es muy sabio, nos avisa. Son señales inofensivas, aunque incómodas, pero se pueden manejar.
Algunas personas más vulnerables, con trastornos de ansiedad o del estado de ánimo, más inseguras, más temerosos o los que se han acomodado a esta situación pueden tener más dificultades para exponerse.
Una actitud proactiva nos permitirá controlar el miedo a salir de casa y retomar nuestras vidas. Intentemos desarrollar pensamientos racionales, realistas, respirar y relajarnos. Después, salgamos poco a poco. Paso a paso, sin prisas y valoremos nuestros esfuerzos.
Deja una respuesta